jueves, 27 de enero de 2011

Vida de plástico.

Perdida en la encrucijada de alguna noche insomne, solitaria y más oscura que las demás, recordé melancólica aquella lejana pesadilla que, tiempo antes, tanto me había inquietado.
Me desperté como cada mañana, pero sin sentir nada. Sin dolor, sin pereza, pero tampoco con satisfacción o bienestar. Algo era diferente... y abrí los ojos buscando por encima de mi, para descubrir con asombro unas pequeñas piernas de plástico escondidas bajo mi edredón, en mi cama... ¿mis piernas?. Mis piernas. Estiré los brazos y entonces lo vi más claro: todo era de plástico! Mis brazos, mis manos, mi cuerpo, mi pelo... y... ¿y mi cara? Tampoco había rastro de carnosidad en ella, como si nada fuese real, nada humano, ni mi boca, ni mis ojos... y mis pestañas y mis labios eran sólo leves trazos pintados. Por un momento creí compartir el horror de Gregorio Samsa, como si fuese un nuevo personaje creado por Kafka para su Metamorfosis. ¡Que surrealismo! Mi existencia reducida a una vida de plástico. ¿Podría pasarme algo peor?

Cerré los ojos...
y me sumí de nuevo en aquella sensación...
...y me detuve en ella.

Paralizada ante el espejo de mi tocador -toda buena muñeca tiene uno-, e incorporada sobre mis diminutos pies de plástico, me miré. Me miré buscando un sentido, una explicación ante el horror vacío de significados. Buscando el lado positivo a todo aquello. Intentando no ser una loca dramática... como siempre.

 

Al menos –pensé entonces- una muñeca es hermosa. Ser un escarabajo sería mucho peor! A las personas suelen resultarles repulsivos! Sin embargo, adoran a las muñecas; las coleccionan, las miman, las peinan, las visten... ¡ pero si hoy en día hasta las fotografían, hasta las exponen! Y son todo un símbolo de la infancia y la felicidad.
Ser de plástico, por otra parte, tampoco estaba tan mal. El plástico es duro y resistente, no enferma ni tiene imperfecciones y, además, al plástico no le coge el frío. Es normal que las muñecas no tengan preocupaciones. Su mejor amigo suele ser una rana de la suerte o un dulce osito, y los campos de amapolas se crearon para que ellas durmiesen suavemente sobre sus pétalos. Ser muñeca, realmente, no estaba nada mal. Definitivamente había un lado poético en todo aquello.

Pero desperté. Mis dedos acariciaron mis pestañas y sentí un cosquilleo. Mis labios estaban húmedos y no hallé en mi cuerpo restos de partes articuladas. Nada más que piel y carne. Todo blando, frágil... suave o rugoso. Nada poético... 
 
¿Es posible dormir sobre rosas sin alma de muñeca?
No lo sé. Hoy soy de nuevo simplemente yo: una humana en una sociedad de plástico, despierta en una noche vacía y sin estrellas, soñando de nuevo... con despertar convertida en muñeca.